jueves, 5 de julio de 2012

Antes de los seis años.

Yo soy un nene. Ajá!, tengo dos añitos. “Sí, ¡dos! ¡Así, dos!”, dice mamá con los dedos, mientras yo sigo dando vueltas por la cocina como un Godzila descontrolado, tocando acá y allá; destrozando acá y allá.
Pero lo hago por pura curiosidad. Por ejemplo: “Esta cosa es muy dura (un vaso de vidrio), entonces si se cae NO se rompe”, pienso. Claro que siempre existe un pequeño error de cálculo. El tema es que soy un increíble científico en potencia que aplica el infalible método de ensayo-error para saber qué sucede con los distintos materiales que dan contra el suelo. Por ende no pierdo el tiempo en llevar a cabo mi propósito “A todo costo” como dice mamá. Como yo soy un científico muy audaz, también me doy cuenta que de repente hace mucho calor y que un olor bien-rico entra por mi nariz. Es hora de que este hombre de ciencia entre en acción. Torpemente pongo cara de sota, como dice papá, y voy dando pasos hacia… “¡El horno! ¡El nene! ¡El horno!” grita mamá.
¡Uia!, papi me ve. “¿Adónde vas?” - y agrega- “¡¿Qué te hacés el sota?!”. Me agarra con las manos debajo de mis axilas y me deja dos metros más lejos de comprobar mi nueva teoría. Pero al menos descubro que lo que hace el calor se llama “el horno”, porque “el nene” soy yo. Torpemente me dirijo hacia “el horno”; torpemente me voy acercando; torpemente me tropiezo con mis piesecitos, entonces, me apoyo en “el horno” con mi mano izquierda y veo adentro una torta, mmm…
“¡Ay, ay, ay! Me duele, me duele, ¡me dueleee…!”, pienso.
Porque yo todavía no sé hablar. Por eso de mi boca sólo sale un humilde y estruendoso “¡Aaah…!”.
Así es como uno aprende. Como uno conoce. Como uno comprueba la teoría de que cuando
hace calor en la cocina, y un aroma bien-rico entra por tu nariz, no hay que apoyar las manos en “el horno”.  Menos si hay una torta adentro por más rica que se vea.

La dura libertad


  Un sudor nervioso y frío se desliza por tu espalda. La última bomba ha caído tan cerca de ti, que ni te acuerdas si aquella pared cubría tu derecha o tu izquierda.
  Recobras la estabilidad. Alzas la mirada, y ves algo. Pero te acomodas el casco y echas otro vistazo. Él te mira. En sus ojos la ira de la impotencia de ser muy pequeño para comprender, corrompe su inocencia. Sus lagrimales están secos, su rostro sigue intentando llorar. Una lluvia de explosiones se ha llevado todo. Su padre, su madre, sus hermanos… ¿Quién sabe? A juzgar por su pequeña estructura, esa criatura no tiene más de cinco años. Se encuentra con los brazos cruzados, protegiendo su cuerpo muy fuertemente. Tiritando de miedo contra la pared. Tiene sus tiernos mofletes colorados cubiertos por el lodo, y alguna esquirla le marca la frente, dejando caer un fino hilo de sangre que gotea desde su nariz. Para cuando asimilas esto, te azota la decepción. No eran otras manos -más que la tuyas- las responsables de protegerlo, a él, a su familia, a su pueblo. Tú, que te haz levantado en armas para defender tu patria y la de todos.  Tú, que ya no sabes cómo hacer para entender que le hayan arrebatado todo, sin que siquiera puedas hacer algo. Nadie podrá quitarte eso de la cabeza. De vuelta lo miras, como si le debieras algo. Pero que no se lo puedes devolver, mucho menos darle respuestas.  Él continúa con la misma actitud, así deja de manifiesto que sus ojos están perdidos en una inmensa profundidad. Repentinamente sientes alguien detrás de ti, te das vuelta. Al sentir los impactos cada vez más adentro, te dejas caer. Y lo quieres ver a los ojos, quieres saber quién se atreve a liberarte. Quieres decirle: "gracias", porque ya nada tenía sentido.