Yo soy un nene. Ajá!, tengo dos añitos. “Sí, ¡dos! ¡Así, dos!”, dice mamá con los dedos, mientras yo sigo dando vueltas por la cocina como un Godzila descontrolado, tocando acá y allá; destrozando acá y allá.
Pero lo hago por pura curiosidad. Por ejemplo: “Esta cosa es muy dura (un vaso de vidrio), entonces si se cae NO se rompe”, pienso. Claro que siempre existe un pequeño error de cálculo. El tema es que soy un increíble científico en potencia que aplica el infalible método de ensayo-error para saber qué sucede con los distintos materiales que dan contra el suelo. Por ende no pierdo el tiempo en llevar a cabo mi propósito “A todo costo” como dice mamá. Como yo soy un científico muy audaz, también me doy cuenta que de repente hace mucho calor y que un olor bien-rico entra por mi nariz. Es hora de que este hombre de ciencia entre en acción. Torpemente pongo cara de sota, como dice papá, y voy dando pasos hacia… “¡El horno! ¡El nene! ¡El horno!” grita mamá.
¡Uia!, papi me ve. “¿Adónde vas?” - y agrega- “¡¿Qué te hacés el sota?!”. Me agarra con las manos debajo de mis axilas y me deja dos metros más lejos de comprobar mi nueva teoría. Pero al menos descubro que lo que hace el calor se llama “el horno”, porque “el nene” soy yo. Torpemente me dirijo hacia “el horno”; torpemente me voy acercando; torpemente me tropiezo con mis piesecitos, entonces, me apoyo en “el horno” con mi mano izquierda y veo adentro una torta, mmm…
“¡Ay, ay, ay! Me duele, me duele, ¡me dueleee…!”, pienso.
Porque yo todavía no sé hablar. Por eso de mi boca sólo sale un humilde y estruendoso “¡Aaah…!”.
Así es como uno aprende. Como uno conoce. Como uno comprueba la teoría de que cuando
hace calor en la cocina, y un aroma bien-rico entra por tu nariz, no hay que apoyar las manos en “el horno”. Menos si hay una torta adentro por más rica que se vea.
Pero lo hago por pura curiosidad. Por ejemplo: “Esta cosa es muy dura (un vaso de vidrio), entonces si se cae NO se rompe”, pienso. Claro que siempre existe un pequeño error de cálculo. El tema es que soy un increíble científico en potencia que aplica el infalible método de ensayo-error para saber qué sucede con los distintos materiales que dan contra el suelo. Por ende no pierdo el tiempo en llevar a cabo mi propósito “A todo costo” como dice mamá. Como yo soy un científico muy audaz, también me doy cuenta que de repente hace mucho calor y que un olor bien-rico entra por mi nariz. Es hora de que este hombre de ciencia entre en acción. Torpemente pongo cara de sota, como dice papá, y voy dando pasos hacia… “¡El horno! ¡El nene! ¡El horno!” grita mamá.
¡Uia!, papi me ve. “¿Adónde vas?” - y agrega- “¡¿Qué te hacés el sota?!”. Me agarra con las manos debajo de mis axilas y me deja dos metros más lejos de comprobar mi nueva teoría. Pero al menos descubro que lo que hace el calor se llama “el horno”, porque “el nene” soy yo. Torpemente me dirijo hacia “el horno”; torpemente me voy acercando; torpemente me tropiezo con mis piesecitos, entonces, me apoyo en “el horno” con mi mano izquierda y veo adentro una torta, mmm…
“¡Ay, ay, ay! Me duele, me duele, ¡me dueleee…!”, pienso.
Porque yo todavía no sé hablar. Por eso de mi boca sólo sale un humilde y estruendoso “¡Aaah…!”.
Así es como uno aprende. Como uno conoce. Como uno comprueba la teoría de que cuando
hace calor en la cocina, y un aroma bien-rico entra por tu nariz, no hay que apoyar las manos en “el horno”. Menos si hay una torta adentro por más rica que se vea.